miércoles, octubre 18, 2006

La tercera cultura: una inexcusable síntesis

Cuando el día 7 de mayo de 1959 Sir Charles PercySnow pronunciaba en la Universidad de Cambridge una conferencia titulada “las dos culturas y la revolución científica” no era consciente todavía que estaba poniendo la piedra angular d elo que hoy se denomina la tercera cultura. La tesis se establece a partir de la tradicional separación –incluso podríamos hablar de incomunicación absoluta-, entre dos grupos que comenzaron caminando juntos en los albores de la filosofía de la naturaleza y que, siglos más tarde, acabaron por separarse: los “filósofos” y los “científicos”. Los exponentes de estos dos grupos han ignorado desde el siglo XVII sus respectivos campos de experiencia. Después de esta formulación, el carácter elevado de la filosofía, el arte, la estética, la historia y resto de disciplinas de letras ha sido puesto en tela de juicio por los científicos que no se resignan a esta posición subordinada y han decidido tomar al asalto la primera cultura. Es decir, salir de las cavernas en las que habían sido enclaustrados por los “intelectuales” y comunicarse directamente con el público, transformando lo que tradicionalmente se ha llamado ciencia en cultura pública. Esta es la más conocida de las formulaciones sobre la tercera cultura y también la más exitosa, al menos desde el punto de vista editorial. Este es un debate que se encuentra ahora en su punto más fascinante, especialmente a partir de las posiciones adoptadas por Alan Sokal Sokal y Jean Bricmont[1] y, principalmente, la tramposa formulación de John Brockman en 1995 en su libro La tercera cultura. Más allá de la revolución científica. Brockman nos dice que “la tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos que, a través de su obra y creación literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quienes y qué somos”[2]. Ortega y Gasset le respondería su famoso “no es eso”. Es verdad que es necesaria una nueva cultura, llámese tercera o de cualquiera otra forma. Es verdad que los tradicionales conceptos filosóficos y metafísicos han perdido el sentido que tuvieron hasta Kant como elemento de explicación del mundo y del espíritu humano. Pero la pedestre formulación de Brockman no hace más que manifestar nueva exclusión: la de los filósofos y literatos. Según Brockman éstos son titulares de unas disciplinas que carecen de base científica y que, por ello, no deben merecer la atención del público, ya que sólo los científicos conscientes y comprometidos[3] podrían tener derecho a usufructuar el pomposo título de ”intelectuales”. Contra este tipo de reduccionismo, planteado ya en otros términos por el Círculo de Viena en los años 30 del siglo pasado, se levantó el judío vienés Wittgenstein. Hoy es un clamor la necesidad de una difícil síntesis. Los problemas del ámbito filosófico y metafísico siguen siendo tan esenciales como hace cien o mil años, y la respuesta a ellos no pude ser meramente metafísica. En esta respuesta, formulada de una forma adecuada –y no en los términos excluyentes de Brockman- se encuentra el campo de esa tercera cultura cuya definitiva afloración añoramos todos. Como dice Fernández Buey, el humanista de nuestra época no tiene por qué ser un científico en sentido estricto (ni seguramente puede serlo), pero tampoco tiene por qué ser necesariamente la contrafigura del científico natural o el representante finisecular del espíritu del profeta Jeremías, siempre quejoso ante las potenciales implicaciones negativas de tal o cual descubrimiento científico o de tal o cual innovación tecno-científica[4].











[1] Sokal, Alan; y Bricmont, Jean. Imposturas intelectuales. Paidos Barcelona, 1996
[2] Brockman, John. La tercera Cultura. Tusquets editores. Libros para pensar la ciencia. Barcelona, 2000
[3] Álvarez Muñoz, Evaristo. La guerra de las ciencias y la tercera cultura. Revista Cinta de Moebio, nº 19. Universidad de Chile.
[4] Fernández Buey, Francisco. Discurso leído en la inauguración del curso 2005-2006 en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona el día 3 de octubre de 2005.

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